Hay un error de bulto, intencionado o no, en las estimaciones de pérdidas que hacen la industria discográfica y cinematográfica como consecuencia de las descargas ilegales en Internet. Ellos consideran que cada tema o álbum o película descargada ilegalmente es una venta menos. Pero es evidente que el elevado número de descargas ilegales que se produce se debe precisamente, y en gran parte, al hecho de que son gratis y es desde luego poco probable que alguien que se descarga veinte discos y veinte películas en un mes, esté dispuesto a pagar los mil euros que le costarían en la tienda. Pero hay algo más, y es que la gratuidad favorece un fenómeno tan sumamente interesante como es la descarga de obras de artistas que ni siquiera se conocen. Cosas de las que nunca se había oído hablar antes y que por lo tanto nunca se habrían comprado. Los amantes de la música y el cine se descargan, casi diríamos que compulsivamente, cuanto cae en sus manos, sea de la naturaleza que sea, y los ordenadores se llenan de cosas que son tan ilegales como indeseadas a veces, e innecesarias. No me parece descabellado afirmar que es poco probable que sus poco entusiasmados poseedores estuviesen dispuestos a pagar por ellas. Sin embargo están ahí, ocupando espacio en sus discos duros, seguramente por aquella premisa tan vieja como cierta de que “a caballo regalado no se le mira el diente”. Ocurre sin embargo que de vez en cuando entre toda esa paja aparecen verdaderas joyas que uno ni siquiera imaginaba que existían, y que no hubiera conocido jamás si no hubiera sido por la posibilidad de descargarlas libremente desde cualquier portal P2P. Y entonces se produce uno de los efectos más interesantes, curiosos y llamativos, pero al mismo tiempo el más ignorado en todas las campañas contra la piratería y las descargas ilegales en Internet. Y es que a los amantes de la música y del cine por supuesto también nos gusta atesorar nuestras obras más amadas en formato original, y cuando encontramos algo que realmente nos complace tenemos una cierta tendencia a querer hacernos con la “cosa” física. Conozco mucha gente y tengo muchos amigos que descargan música y películas de internet y puedo asegurar que sus estanterías, como la mía, están llenas de películas y discos originales. Nuestras colecciones crecen día a día con las maravillas que de vez en cuando encontramos entre toda la basura que circula por internet y que nos apresuramos a encargar a nuestra tienda de discos más cercana. Sí, seguimos comprando discos y películas, cuando nos gustan, por supuesto. Y si un día la ley se pusiera tan estricta como exigen las multinacionales y nos fuera imposible descargar una sola canción o un solo video gratis, puedo asegurar que no nos gastaríamos por ello más dinero en música y cine de lo que ahora nos gastamos. Lo que sí es seguro es que, como antes de la era P2P, volveríamos a vivir ignorando las maravillas que se hacen en lugares tan distantes como diferentes. Tendríamos un mayor desconocimiento de lo que se cuece en otras partes y posiblemente por ello podría ocurrir que hasta terminásemos por gastar menos de lo que ahora gastamos. Culturalmente, sería un retroceso enorme en muchos aspectos y dudo mucho que se tradujera en mayores beneficios para las industrias del cine y de la música. Nunca verán convertidos en dólares ni euros los millones de descargas ilegales que se producen cada día, porque en el fondo de todo este asunto de las descargas lo que subyace no es simplemente el deseo de ahorrar dinero sino un ansia irreprimible de descubrir y conocer. Las pérdidas que reflejan sus tendenciosas operaciones matemáticas son igual de fantasiosas que las ganancias del cuento de la lechera. Sólo que ellos cuentan con abogados que les ayudan a mantener el cántaro de una pieza por más veces que se caiga… o al menos así está siendo de momento.
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