jueves, 4 de septiembre de 2014

A nuestra imagen y semejanza





No podemos entender ni el origen ni el porqué del universo y buscamos un creador como explicación, aunque esto nos devuelva al mismo enigma de partida, pues queda entonces por aclarar el origen y el porqué del creador. Para resolver ese pequeño contratiempo sin importancia los creyentes aseguran que al creador no lo creó nadie, que allí estuvo siempre, y así zanjan el problema. Lo único cierto es que el universo es un misterio inconmensurable del que todavía no hemos podido ni tan siquiera rasgar el envoltorio de sus secretos. Y es tanto el miedo, la angustia y la zozobra que nos produce el no comprenderlo, que desde los albores de la humanidad hemos necesitado forjar una respuesta a medida de nuestra corta capacidad de discernimiento. Dioses con ojos, dioses con barba, dioses de múltiples brazos, dioses desnudos y vestidos, dioses de ojos redondos y rasgados. Dioses negros. Dioses blancos. Dios es toda la respuesta que nuestras pequeñas mentes han sido capaces de encontrar para explicar lo inexplicable. Dios no es otra cosa que nuestra pobre e infantil solución a un problema irresoluble. Dios no nos necesita, pero nosotros sí lo necesitamos a él, y es por ello que hace mucho, muchísimo tiempo, que el hombre decidió crear a Dios a su imagen y semejanza, y no al revés.