Entro en un mercado pintado de azul con
estrellas amarillas para comprar diez kilos de melocotones. Pregunto el precio
en los tres únicos puestos que hay. En el más barato están a un euro pero solo
disponen de un kilo. Lo compro. En el otro puesto están a dos euros pero no les
quedan más que ocho kilos. Me los llevo también y adquiero el último kilo en el
puesto más caro a cinco euros. Hago cuentas. He gastado un total de veintidós
euros, es decir, de media cada kilo de melocotones me ha salido a dos euros con
veinte céntimos.
Cuando voy a salir en la puerta me dan el alto
los fruteros y una señora llamada Usurera Von Der Market. Ella me explica que
en ese mercado el precio de "todos" los melocotones lo determina
aquel que vende más caro, por lo que tengo que pagar a cinco euros cada kilo de
melocotones que he comprado y que no podré salir de allí hasta haber abonado
los veintiocho euros que aún les debo a esos señores (cuatro al primer frutero
y veinticuatro al segundo).
Yo dudo, protesto y hago amago de resistirme. La
señora Von Der Market me sujeta mientras los fruteros me sacan la cartera del
bolsillo y se apropian el dinero que dicen les adeudo. Después se alejan de
allí sospechosamente sonrientes mientras exclaman: “Benditos beneficios caídos
del cielo”.
De pronto el móvil empieza a sonar. Tengo
intención de contestar pero en ese momento me despierto. Estoy en la cama y el
teléfono efectivamente está sonando, pero no se trata de una llamada sino de la
alarma que había fijado para las cuatro de la madrugada. Es la hora de poner la
lavadora.