Sólo días han pasado desde que la OMS nos amargara el puente de todos los santos haciéndonos saber que comer carne procesada
era malísimo y nos podía causar cáncer. Y ahora resulta que la OCDE nos informa de que España
es el segundo país más longevo del mundo, es decir, que somos un portento en eso de aferrarnos con uñas y dientes a esta vida y alargar nuestra estancia aquí hasta donde otros ni sueñan, y eso incluso a pesar de tener como
presidente del gobierno a Rajoy.
Por lo visto encabezamos todas las listas de hábitos peligrosos habidos y
por haber, dormimos poco y mal, fumamos como carreteros, soplamos vino y cerveza como esponjas
y nos hinchamos de morcilla, salchichón, sobrasada y jamón; pero resulta que vivimos
más que nadie ¿Cómo se explica? A uno le da por pensar que de suprimir tan
perniciosos hábitos llegaríamos a vivir 200 años, o a ser directamente inmortales.
Pero obviamente no es así.
Yo creo que aquellos que con precisión cirujana se esfuerzan
una y otra vez en recordarnos la cantidad de años que nuestras malas costumbres
van a restar a nuestra vida, olvidan siempre considerar para sus cálculos los
años que ganamos disfrutándola. Ser felices también influye en el cómputo total.
Y los españoles, contra viento y marea, nos hemos hecho expertos en ello.
En cuanto a la credibilidad de la OMS, los que tengan más o menos mi edad recordarán –y a los más jóvenes
les interesará saber- que la misma sabia organización que ahora nos alerta sobre las perniciosas consecuencias de consumir carnes procesadas, curadas o saladas afirmó tajantemente en los años setenta del siglo pasado que el aceite de oliva era fatal para nuestra salud. Según ellos aumentaba
el colesterol a niveles estratosféricos y en consecuencia el riesgo de padecer
un infarto. Nuestros médicos de cabecera, alarmados, nos aconsejaron suprimirlo
y sustituirlo por aceites considerados maravillosos en aquellos tiempos, a
saber, girasol, soja y colza ¡Sí! ¡Colza! ¿Les suena?
300.000 hectáreas de olivos se arrancaron en Andalucía para
plantar bonitos girasoles que hubieran hecho las delicias de Van Gogh. No tengo
nada contra las fotogénicas plantas que producen esas pipas deliciosas cuyo
consumo con o sin sal, sentados en un banco del parque de nuestro pueblo hasta
dejar el suelo convertido en pocilga, forma parte también de nuestra idiosincrasia
nacional. Pero es que allí, donde hoy se giran conforme el sol avanza esas herbáceas
oleaginosas, había decenas de miles de olivos centenarios que producían eso que ahora, la misma OMS, miren ustedes, llama el aceite de la vida, el oro líquido, la joya de todas
las dádivas que la madre naturaleza nos regala. Ese aceite verde elevado casi a
la categoría de medicamento y que en algunas tiendas de la ciudad en la que vivo
se vende en botellas de 200 ml a precio de Chanel.
De modo que, casi medio siglo después, vuelve al ataque la OMS y
pretende que yo, que por hacerles caso me pasé años aliñando la ensalada con aceite de maíz porque
temía morirme antes de los treinta si seguía consumiendo el de oliva, les haga caso de nuevo y me crea ahora que la caña de lomo y el jamón ibérico son alimentos diabólicos que tengo
que evitar.
Como dice una amiga mía, nuestro verdadero problema nacional de
salud no es la carne procesada sino la cantidad enorme de chorizos que andan por
ahí sueltos sin procesar. Seguro que sin ellos no seríamos el segundo sino el
más longevo país del mundo. Por cierto, el primero es Japón, pero por suerte el
sushi también me gusta.