Me es
imposible contar las noches de 24 de Julio que he pasado en Santiago. Algunas de
las veladas más hermosas y sublimes de mi vida las he vivido ese día y en esa
ciudad. 18 años viví en Galicia y creo que nunca falté a la cita. La víspera
del apóstol era la más deseada y mágica del año. La energía y la fogosidad de
mi adolescencia y de mi juventud se iluminaban cada año bajo un cielo de fuegos
artificiales y se acrecentaban aún más al calor de innumerables tazas de
ribeiro. Los recuerdos se agolparon hace cuatro días en mi cabeza con el
impacto de la noticia. Fueron tantas las veces que pasé sobre esa curva fatal,
llevando conmigo mis amores, mis sueños, mis fantasías, mis borracheras y mis
ilusiones. No hay día mejor ni día peor para un accidente de esta magnitud,
pero el destino ha querido que haya sido una noche como no hay otra igual en el
calendario, ni para los compostelanos, ni para muchos gallegos. Santiago cambió
sus bombillas de colores por las luces de las ambulancias, coches de policía y
bomberos. La música de las gaitas, bandas y orquestas por el estrépito de las
sirenas. El baile en las calles y en la alameda por un desfile macabro de
heridos y muertos. No he podido escribir nada antes y aun ahora se me hace un
nudo en la garganta. Una parte de mi corazón ha vivido siempre en Santiago.
Nunca se fue de allí. Y nunca se irá.
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