martes, 14 de abril de 2009

Liberarse

Te quieres desnudar. Abres el programa de correo. Escribes lo que sientes. Lo escribes mal o bien. Lo escribes como puedes y no como quieres. Porque en realidad no quieres escribir. Lo que quieres es desnudarte. Eso ya lo hemos dicho al empezar. Viertes las palabras, que se unen construyendo frases, que forman párrafos. Y cuando los párrafos son tan grandes que ya ocupan toda la pantalla le das a la tecla de punto y aparte y comienzas otro párrafo. Te miras y sigues vestido. Miras por dentro por si el alma ha tenido más suerte, pero el alma también sigue vestida. Apartas la silla de la mesa y echas un vistazo por el suelo, a ver si encuentras un hilillo, una pelusa, un trozo de una esquina del dobladillo del pantalón que pruebe irrefutablemente que vas por buen camino. Que estás consiguiendo desnudarte. Como querías. Pero nada, ni rastro. Sigues escribiendo. Ahora con más rabia. Rebuscas dentro del corazón en los rincones donde duermen todos los lamentos no narrados. Y los viertes, como caldero de agua hirviendo, sobre el papel imaginario que en realidad no es más que una amalgama de unos y de ceros desparramados sobre el disco duro de tu ordenador. Y se te llenan los ojos de lágrimas, porque eso que escribes y que al mismo tiempo que escribes estás leyendo, eso, se parece mucho a lo que tú sientes. Se parece tanto, que casi podrías ser tú. Y piensas que a lo mejor, ahora sí, por fin lo has conseguido, te has liberado, has arrancado de tu piel y de tus entrañas todas las capas que te ocultaban. Y te frotas los ojos para enjugar el llanto y emocionado haces clic en el botón de enviar convencido de que al apagar la pantalla y volver al mundo analógico vas a pesar mucho menos y a sonreír mucho más. Pero llorar te ha dado sed y mientras vas a la cocina a buscar un vaso de agua te das cuentas de que sigues tan vestido como al principio. Vestido por fuera. Vestido por dentro. E igual de pesado. Y que todos aquellos ceros y unos que ahora alguien estará leyendo pensando que son palabras en realidad no te han dado resultado alguno. Entonces llamas al servicio de atención al cliente del comercio donde compraste tu equipo y les dices que quieres poner una reclamación. Que el ordenador que te han vendido es una estafa. Y que, aparte de llenarte el disco duro de un número inverosímil de dígitos, no sirve absolutamente para nada. Y los mandas a la mierda. Y te cagas en sus muertos. Hasta que a la persona que te atiende se le colma la paciencia y por supuesto te cuelga el teléfono. Y tú con tanta excitación notas que vuelves a tener sed. Y vuelves a levantarte para ir a buscar un vaso de agua. Y mira tú por dónde, qué cosa tan curiosa, la basura que le has largado al pobre técnico del servicio de post-venta parece que te ha dejado más relajado, te sientes incluso otro, más liviano y más feliz. Y se te ocurre pensar por vez primera que a lo mejor iba a ser eso. Y que en lugar de buscar papeles, virtuales o reales, en los que escribir párrafos, construidos con frases, formadas con palabras, donde verter lo que sientes, tal vez lo que deberías hacer es buscar un buen contenedor, un contenedor tamaño industrial, en el que arrojar toda la mierda que sabes que te sobra.

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